BIENVENIDO/A

Espacio de relajación y reflexión, el diván tiene sus orígenes en la antigüedad al discurrir a largo de las paredes de las viviendas romanas más acomodadas y constituir en la arquitectura palaciega islámica una estancia privada común para el reposo y el deleite.

"El diván de Nur" viene a ser un lugar virtual para la catarsis que provocan enclaves, historias, vidas, ciudades, sitios y paisajes del mediterráneo.


Una mirada introspectiva, retrospectiva y exploratoria por al-Andalus, el Magreb y la diversidad cultural del Mare Nostrum de una historiadora en permanente búsqueda

lunes, 12 de noviembre de 2012

Cefalú. Memoria capital.

No quería olvidar, antes de que pasara más tiempo, mi corta estancia por Sicilia. Habrá tiempo de recordar en otro post el arte siculo normando, una perfecta conjugación de musivaras greco-bizantinos, arquitectos románicos normandos y marmolistas-tallistas musulmanes isleños.

Pero hoy me apetece recordar mi experiencia sensorial. Un esfuerzo por retrotraer imágenes, vivencias y palabras sueltas de mi libreta de mi viaje. Un cuaderno atípico, en el que suelo anotar lo que pienso y siento, pero cuando pasa el tiempo, la memoria termina sepultando lo que mis sentidos detectaron allí.


Ya Diodoro Sículo, en el siglo IV a.C. la llamó Kefalú (cabeza) en relación al promontorio rocoso que domina el entorno aunque otras fuentes señalan que el término procede de la palabra provenzal “kefalos”, manantial de agua que desciende y sigue descendiendo de la montaña al mar, como podemos comprobar en unos lavatorios públicos medievales, todavía intactos y bien conservados que mencionó Bocaccio en una de sus obras.
Cefalú fue griega, romana, musulmana y normanda. Los Hauteville hicieron de ella y del Palermo de los siglos XI-XII, sedes de un esplendor artístico y económico inigualable. El geógrafo andalusí al-Idrisi que trabajó para Roger II en la elaboración del primer mapamundi medieval, dijo de Cefalú que era una fortaleza dotada de todas las prerrogativas de una ciudad con mercados, termas y molinos.
Tanto el medievo como el Renacimiento dieron pie a ensoñaciones, que a principios del siglo XIX se contaban en teatros de marionetas "La Opera dei Pupi". Un alarde de historias inspiradas en la literatura caballeresca, poemas, en la vida de los santos o en la de los bandidos más conocidos. Declaradas patrimonio oral de la Humanidad, las representaciones dei Puppi están desapareciendo en el pueblo, y corre peligro de que se olviden en Palermo.
Por la deformación profesional propia de todo historiador siempre tiendo a ir a lo analítico, lo racional, lo documental. Pero en esta ocasión, permítanme dejarme guiar por la inspiración y la libre escritura. A ver que me depara.
Lo primero que se me viene a la mente de Cefalú no son sólo retratos marítimos de este pequeño enclave de la antigua Magna Grecia, sino una sinfonía de olores a hornos, dulces y especias, tan deliciosos y especiales.
Si bien este singular municipio de unos doce mil habitantes no ha sido todavía invadido por el turismo masivo, no deja de ser un punto referencial y paisajísitico de la costa tirrena. Un lugar muy apetecible para el descanso y el paseo por dos ambientadas calles que conducen al Duomo o donde se alza la imponente catedral.

Se trata de la via Ruggero que recuerda al monarca medieval Roger II con el que la isla vivió su máximo esplendor y otra dedicada a Víctor Manuel II. Calles salpicadas de heladerías, panaderías, tiendas de souvenirs junto a negocios tradicionales como algunas farmacias y mercerías decimonónicas que le dan un peculiar encanto.
La Edad Media se percibe en los llamados “cortile” o adarves que abovedados, estrechísimos y lúgubres, recuerdan a los de cualquier otra medina magrebí. Y evidentemente también en la repostería hay indicios del pasado islámico en la “cassata” (árabe qas'at, ‘bol’); una tarta tradicional de bizcocho, mazapán, fruta confitada, pistachos, piñones, canela, con un sutil aroma a azahar. De hecho también los amontonados mazapanes con formas frutales, los dulces de hojaldre y almendra bien pueden recordarnos a la de alguna pastelería andaluza, marroquí o tunecina.
Pero si también Cefalú rezuma, es mediterráneo, un mediterráneo tirreno, frío y plateado, con una Porta di Mare inesperada en la trama urbana que asoma a barcas y redes que cosen pescadores cuyos rostros melancólicos como los de las tristes marionetas, denotan las dificultades que la isla todavía atraviesa.

La ciudad inspiradora


A veces algunos enclaves de las ciudades invitan al sosiego, al recuerdo, a la nostalgia.
Conectan con la naturaleza hasta vincular la esencia del lugar con el estado anímico.
No sólo los monumentos conmueven, inspiran, sino también las calles, los caminos, la luz y el color de las ciudades históricas.
Y es que en Córdoba, el Huerto de Orive, con un aire decadentemente romántico, entre ruinas, sonidos, vuelos y follaje pudo dejar plasmados estos bellos versos amorosos de un poeta desconocido.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Alhambra. La evocación del Paraíso

La Alhambra evoca a través de las inscripciones de sus muros, la configuración de su planta, las estancias ornamentadas, el poder terrenal representado por el sultán y su conexión con la deidad mediante la materialización del paraíso.
Una razón que tuvo en cuenta el aprovechamiento hídrico desde su planificación al abastecer al conjunto palatino por medio de una acequia real que procedía del Darro, transformando las secas colinas de los montes y bancales en sendos vergeles que regaban los jardines del Generalife hasta constituir el canal central alhambreño.
Así, surtía estanques, fuentes y baños donde recrearse y efectuar la ablución.
Con este acto el creyente mojaba sus manos: instrumentos de acción, la boca, simulando la bebida del estanque del paraíso, la nariz, el aroma del jardín, los antebrazos, la fuerza con la que se construye el mundo, la frente, poso de sabiduría, las orejas, el sonido y las piernas el móvil hacia el camino divino.



Agua para enjuagarse o beber de las vasijas que se empotraban en las hornacinas o tacas de las estancias y con la que celebrar banquetes o festines cuando Muhammad V inauguró dos salas de los recintos privados del Palacio de los Leones.


En este sentido, aguas perfumadas de rosas que caían sobre los invitados: “como un diluvio hasta el punto que goteaban sus bigotes y calaban las colas de los trajes".
El sultán vuelve al espacio público: Palacio de Comares que aquí contemplamos cuyo jardín líquido proyectaba e iluminaba las audiencias bajo una bóveda celestial de maderas incrustadas, conformando estrellas.
Astros, constituían los siete cielos hasta alcanzar el trono bajo el que se sentaba el príncipe de los creyentes.
Los baños reales suponían la transición entre lo público y lo privado representado por el Palacio de los Leones donde nuevamente el paraíso irrumpe a través de un bosque de ciento veinticuatro fustes blancos que según Ibn al Jatib extasiaban la mirada, elevando el pensamiento.
Pabellones cupulados que rocían mocárabes como gotas en torno a un patio donde confluyen cuatros ríos hacia una fuente.
Surtidor que vierte el agua a través de doce leones diferentes y la hacen fluir por los canalillos en un ir y venir contínuo, casi eterno.
Y ante todo, una persistente eternidad que cobra sentido con la poesía inscrita de Ibn Zamrak haciendo de la Alhambra y de quienes la hicieron, un paraíso imaginario y materialmente memorable.

Hammamet. Atrapando la eternidad.


Bowles en el cielo protector refería que la diferencia entre turista y viajero residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece a un lugar más que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra.
Y tomando como referencia esta cita que hace semanas recordó mi amigo Fernando Báez, vuelvo imaginariamente a uno de mis rincones de la felicidad que pude describir en mi cuaderno de viajes. Un instante que de ningún modo quería dejar escapar.
Volver a Túnez supone explorar intensas experiencias, no sé si porque siempre que regreso ya adopto una predisposción hacia ello o porque fabriqué una idealización que necesitaba tener. Lo cierto es que allí siento más alejado el concepto de tiempo, un invento que nos separa al fin y al cabo de la naturaleza y de nuestra comunión con ella. 
Cuando en Hammamet amanece un nuevo día, el sol reluce resplandeciente atravesando la mayor negrura de las cortinas de cualquier alcoba. Y es como si en cada alba, se creara un mundo nuevo.
Despertar allí es como poder volver a nacer cada día que debe aprovecharse al máximo mirando a ese cálido horizonte. Las tardes se hacen cortas pero los ocasos, envueltos entre el rumor de las olas y los avisos del salat al-mugrib, conectan con lo divino.
Entonces veo más mediterráneo, más inmenso, intenso e infinito que nunca. Destella calma, espuma y plata. Centellea, ondea, abraza e inspira. El azul aquí es más azul. Me rodea, serpentea, adormece y relaja. Luego dormita, canta, palpita, y me salpica bruscamente.
Alrededor del mar, Hammamet muestra cómo la vida y la muerte son una. No hay demasiada distinción entre los seres que reposan eternamente, ya que parecen hacerlo no bajo el suelo sino flotando sobre las arenas que el casi las olas pueden alcanzar.
Entre olivos y el intenso olor a jazmín y sal. Entre el agua y la tierra, flota una atmósfera, ligera, leve y breve como la existencia. Y resuena la melodía de un almuédano para recordar que el tiempo no es lo que marcan los relojes mundanos, sino un instante contínuo y eterno.
Un momento en el que comulga la luz, el mar y la vida. Un instante en el que un eco, una voz, resuena como onda que siempre errará en el universo.
Aquí, la vida, no es mejor ni peor, es sencillamente vida. Un camino trazable, un misterio que alumbra y hace brotar plantas, seres, palabras, luces y emociones. Es entonces cuando me aferro a él, agarrándome a este momento eterno cuya serenidad única no quiero que la memoria, volátil y tracionera deje escapar.
Y pienso que es en Túnez donde he aprendido a mirar al infinito hasta poder llegar a un estado contemplativo y de ensimismamiento que también percibo en sus habitantes. Pero solamente puedo hacerlo allí.
Siempre me pregunto hacia dónde miran quienes se sientan en cafés y teterías tunecinas saboreando las mañanas y tardes.Lo hacen dispuestos en filas hacia la calle, hacia el mar, hacia el horizonte. Juntos pero aislados, saboreando el no tiempo, disfrutando de una existencia que aún finita, la hacen eterna.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Córdoba y Qayrawán. Las calles abrazadas

Llegando a barakat sahel a tomar un louage, uno vuelve a tomar contacto con la realidad tunecina.
Imprevisiblemente siempre sucede algo o hay alguien que permite dar con tu destino de manera inmediata. Sin reloj y sin prisas, sin miedo a nada, me aventuro a deslizarme por caminos que transforman mi trayecto en una inolvidable experiencia.

Da igual que el vecino de asiento lleve las uñas algo sucias o que la tapicería del coche esté despellejada. Envuelta en una atmósfera de fonemas árabes y ante un transcurrir intermitente de olivos y predesierto, abro los ojos ante las puertas de Qayrawán.
Animada e inundada por el caos circulatorio, mi taxi rodea la Plaza de los Mártires de la que parte la avenida Córdoba, un kilómetro de lienzo amurallado abierto por un par de puertas.

Qué casualidad que al final de la calle kairuán de Córdoba haya también un “Campo Santo de los Mártires”.Igual que las murallas occidentales de la medina cordobesa, toman la calle Kairouán, pienso en ambas ciudades hermanadas, en ambas vías.

La calle Kairuán en Córdoba, reformada en los años cincuenta del siglo XX, dulcifica el paseo del viandante cuyo caminar transcurre entre jazmines y sonidos del agua en un fluir albercas escalonadas. Pantallas que invierten la imagen de un vetusto lienzo coronado con merlones y almenas sobrevoladas por tórtolas, mirlos y gorriones. Y tras evocar esa imagen de Córdoba en mi memoria, vuelvo en sí para disfrutar de mi estancia en Qayrawán. Por la avenida de Qurtuba ( Córdoba) y a los pies de similares murallas, no hay albercas pero sí una calzada que da alimento a veloces taxis, ciclomotores, autobuses urbanos, viejos motocarros y bicicletas cargadas de pan y otros enseres. 
Advierten, pues del bullicio que nos espera al adentrarnos en la propia medina tunecina. A ambos lados, un sol sin tregua proyecta cornisas y merlones semicirculares. De pronto pienso en dos calles entrelazadas en lugares diferentes.

Una recuerda a la otra, la otra recuerda a la una hasta transmutarse en una sola fundida en un abrazo.